El ceibo fue traído, joven aún, por mi padre, desde su medio natural al borde de la cañada, y plantado algo alejado de la casa.
Prontamente con tanto espacio para él solo, se volvió robusto, alto, señero.
Sus hojas verdes y hermosas constituían brevemente su follaje que ante los más leves vientos pasaba a convertirse en muelle alfombra.
Sus bellísimas flores alegraban las navidades, pero su duración era muy efímera. Pronto se convertían en un rizado y negro manto que desmerecía el verde césped. Su belleza era pues, muy pasajera y luego quedaba con sus brazos hirientes y desnudos alzados hacia el cielo. Pero antes había sido rodeado de abejas, moscas, y larvas peludas y atemorizantes.
Con todo, el ceibo fue rey indiscutido de esa parte del terreno que enfrentaba a la ruta que corría hacia el suroeste.
Pocos años después nuestra casa tuvo su frente justamente en dirección al árbol, que quedaba entonces mucho más próximo. Éste se había convertido casi en nuestro único jardín, capaz de obsequiarnos su momentáneo pero esplendente colorido Era tan rico en tonalidades que olvidábamos la precariedad de sus flores y lo punzante de sus hojas.
Así fueron pasando los años, la niñez y adolescencia de nuestros hijos.
El ceibo aparecía en cuanta fotografía sacábamos cuando estaba florecido. Tras él, el cerro majestuoso apenas dejaba ver algo de su mole impávida y gris.
Las escobas se iban desgastando y nuestra paciencia también. Toda la familia comprendió que a pesar de nuestro patriotismo y el hecho de que su flor fuera emblema nacional, no podíamos llegar más lejos y con la aquiescencia general, hacha y sierra abatieron al gigante tan salvaje como los pastizales y las agrestes serranías.
Su cuerpo fue fraccionado en rolos irregulares y livianos que ni siquiera sirvieron para combustión. Pero la rebeldía indómita afloraba cada poco en nuevos brotes que nacían por aquí y por allá, en cualquier trozo que estuviera tirado en diferentes partes del terreno.
Fue muy difícil desarraigar la parte inferior que permaneció formando un pequeño montículo.
Cada lluvia hacía que nacieran ramas largas con sus habituales espinas. El hacha hizo en el tronco muchas fisuras en el intento de destruirlo. Pero ni siquiera el fuego pareció lograrlo
Tras los primeros infructuosos intentos, finalmente aquella especie de volcán, pareció perder la energía de su magma y quedó en reposo.
Mi esposo también perdió su fortaleza y se fue lentamente hacia un descanso presentido.
Al año siguiente, o unos meses después, el ceibo nos demostró que no estaba vencido. Poseía una energía que no era fácil domeñar y así ante mi sorpresa entró en erupción. Lo advertí una mañana cuando vi los brotes que crecían obcecados buscando la luz.
Yo ya no tenía coraje para enfrentarme a sus desmesuradas ansias de vida y lo dejé crecer, por lo menos un poco.
Hoy parece un arbusto, sigue desaliñado como antes, pero cuido que no escape a los límites que le he fijado. Vivirá allí, pero mientras yo pueda dominarlo no volverá a ser el orgulloso portento, única visión del paisaje. Igualmente sigue obsequiándome sus flores sin ningún rencor. Pero su tamaño será mucho menor si es que no me vence.
En su favor, debo decir que creo que se apuró a renacer apenas me quedé sola para ofrecerme su rústica compañía. Fue como un milagro de amor. Dios debió impulsarlo
Hoy, pequeños los dos, quizás alcancemos la armonía tan difícil de alcanzar entre un salvaje porfiado y alguien ansioso de paz.
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