La noche es profunda en el bosque. Árboles oscuros de siniestra apariencia se encorvan sobre el caminante.
Fantasmagóricas figuras parecen acechar. Sin embargo un observador sagaz adivina que sólo juegan. Su fresco aroma las delata. Huelen a savia, a vida.
El sendero es sólo una ilusión.
Ramas y espinas rozan o hieren al atrevido huésped, quien se desprende sin temor y continúa su marcha.
Trata de distinguir las extrañas formas. Se le ocurren máscaras de un atávico y extraño carnaval, en el cual Pierrot y Colombina, un espectro, la odalisca y el sultán, la dama veneciana y el caballero embozado en negra capa, parecen danzar un elegante minué.
Se saludan, sonríen. Ensayan una reverencia.
De pronto, la danza cesa y parecen llorar como niños asustados. Están momentáneamente huérfanos de luz.
Luego callan. Advierten la visita que han esperado en sus noches de desolación.
El tiempo ha sido largo. Mimosos, suspiran…
Apenas algunas aves amigas les han contado de paisajes remotos y cielos inalcanzables, pero ellos están ahí .Los castigan los vientos y los rejuvenece la lluvia. Aun cuando juegan y ríen temen el amanecer. ¡Quién sabe si con él no llegará el leñador con su afilada hacha...!
Aquellos que desde la distancia miran el nemoroso paisaje, desconocen su mundo interior, la angustia de sus componentes. Éstos están demasiado arraigados a la Tierra, tanto, que no tienen fuerzas ni espacio para mirar el azul…
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