Yo los vi en el noventa, colmando consulados y ministerios. Pero esto venía desde mucho antes y no ha cesado de incrementarse. Eran jóvenes que a veces portaban amarillentos papeles con nombres de abuelos que quizás les permitirían acceder a la Comunidad Europea. Muchachos y hasta chicas con bebés en brazos, posiblemente llamadas por compañeros que habían partido antes.
Los vi entonces, formando multitudes que casi se empujaban como si la nave salvadora ya fuera a partir. Ilusionados por luces y sirenas que llegan siempre de países del Primer Mundo, sin saber qué harían allí. Cualquier cosa que les permitiera sobrevivir aunque las labores fueran tan humildes que jamás se animarían a realizarlas aquí, donde familiares y amigos quizás esperaban otros logros. No importaba si algunos de ellos llevaban un título flamante de profesional bajo el brazo. Partían hacía tierras más ricas y seguramente más prometedoras. Y no comprendían que su propio país que ostenta hasta hoy, lamentablemente, una tasa de natalidad muy baja, equivalente a la de aquellos lugares hacia los que querían emigrar, iba quedando sin hijos, sin brazos, sin inteligencias y sin voluntades.
Fue muy intensa mi pena por ellos y por nosotros. Porque de eso sabía yo bastante. Había compartido mi vida con un inmigrante que amaba a nuestra patria, pero que jamás había dejado de percibir desde la distancia el intenso perfume que exhalaba la propia. Yo había sentido como mia su nostalgia y sabía que aunque esta tierra que amamos es una de las más acogedoras del Mundo, hay momentos en que se puede sentir extranjero en ella. Alguien lo hará notar, sin intención por supuesto. Habrá algún derecho que le estará vedado, porque está implícito en la palabra: ajeno.
Nuestros hijos, felizmente no deseaban formar parte de ese éxodo, habían vivido por reflejo muchas lejanías y se habían aferrado al terruño con más fuerzas que otros.
Conmovida por la marcha escribí un poema que más que eso era un ruego: “No te vayas Viajero”, mensaje que apenas comprendió aquel que había retornado. Hoy las partidas continúan. Dejándonos cada vez más pequeños.
Sin embargo esa caravana ya no me inquieta tanto, porque cerca o lejos, ellos están.
Me angustian otras partidas, éstas definitivas y evitables. Me duelen los motores desbocados y atronadores que tragan nuestras rutas como sedientos desesperados. Sus conductores, a menudo jóvenes inconscientes quieren agotar el tiempo que se les asignó, reduciéndolo a un día, una hora, un instante y quedan entrelazados a hierros retorcidos en cualquier recodo o recta de la patria. Me aterrorizan las armas en manos de niños o adolescentes, me agobia la droga que causa tantas muertes y tanto desasosiego, me entristecen los suicidas que han perdido interés por la vida. Y en medio de ese caos terrible de motos que apuestan a ruletas que jamás darán ganancias, de comerciantes, y cualquier persona asaltada en las esquinas, de familias enteras que perecen en las carreteras De tanto apuro por llegar a la nada, seguramente no se ha advertido que el suelo es rico, seguro y generoso, que los vientos no son tan fuertes y los sismos y volcanes solamente están en esas mentes enceguecidas que se niegan a ver la luz.
Sufro por las madres que lloran a sus hijos y los hijos que quedan huérfanos, por los hogares destruidos sin porqué, mientras me pregunto si estamos poniendo toda nuestra energía, nuestro valor, nuestra inteligencia y nuestras leyes para hacer que esto cese. Yo decido gritar: ¡Detente! El camino que has elegido es tan peligroso que son muy pocos los que vuelven.
Quiera Dios que alguien me oiga.
No hay comentarios:
Publicar un comentario