Una vez fue la mirada…asomando entre el follaje, misteriosa sobre el velo o coqueta e insinuante tras el abanico.
De alguna manera otras miradas quedaban enlazadas con aquellos ojos o mostraban dolor por el desdén que los mismos podían demostrar.
La mirada fue el primer semáforo, el que indicaba si se podía pasar, debía esperarse todavía o si el avance era prohibido.
No importaba el color del iris, no estaba allí el arte de trasmitir mensajes, máxime si se contaba con un cerco de arqueadas pestañas que escondieran sentimientos o los delatara.
Las jóvenes nacían con esa sabiduría de atraer aun a través de celosías. Algunas abuelas experimentadas, podían enseñarles tempranamente a usar esa arma sutil y peligrosa.
Por supuesto era el tiempo en que los caballeros pagaban siempre la invitación a la confitería, regalaban con frecuencia delicadas flores, abrían las portezuelas de carruajes o automóviles para que bajara la damita que los acompañaba, daba indefectiblemente su asiento en los autobuses a toda persona del sexo opuesto que estuviera de pie, y el lugar preferencial de las veredas.
En cualquier tardecita fría o ante una lluvia imprevista no vacilaba en quitarse su abrigo aunque delgada fuera su camisa, para cubrir los hombros de la temblorosa muchacha que estaba a su lado.
Seguramente ya no se usaban los gestos grandilocuentes de aquellos gentilhombres capaces de tirar su capa sobre un charco para que su enamorada no estropeara su calzado, o su largo vestido, pero las actitudes de cortesía eran de verdad muy notables.
A medida que el tiempo ha pasado, las mujeres hemos accedido a responsabilidades y derechos que parecían privativos del hombre. Para eso mucho se debió luchar. La igualdad en todos los campos se va manifestando, aunque todavía no haya llegado a ser total.
Ahora cualquier hombre tímido o desprevenido casi no se sorprende si la compañera de oficina harta de su indiferencia, su vecina o una desconocida con quien ha tropezado, le dice sin preámbulos que es muy atractivo, que desearía compartir con él una velada o incluso todo su futuro.
La cuenta del restaurante seguramente la pagará quien invita y el hombre avasallado por tanta igualdad, ya no necesita semáforos, y encuentra ridículo ofrecer el asiento o abrir la portezuela.
También él quiere resguardarse de la lluvia o el frío vespertino y quitarse el saco le parece una tontería,o hasta una injusticia
Mientras, nosotras nos sentimos triunfadoras aunque debamos desafiar lluvias y vientos,y marchemos con la mirada cansada o distraída, añorando perfumes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario