miércoles, 1 de agosto de 2012

Los hijos del Trueno


                             
Así los llamaban, y no venían furiosos escoltando a Atila. Eran  pescadores iracundos  que estuvieron justo en la ruta del Maestro. Y quién como Él  podría descubrir potencialidades, fragancias escondidas donde apenas asomaba desasosiego o inconformidad. Allí encontró al discípulo amado, aquel que escribiría para nosotros los mensajes de salvación y de esperanza que predicara Jesús y que  nuevas revelaciones le rubricaran.
Fueron muchos los que lo siguieron cuando Él, suave pero firmemente, les decía: -“Sígueme”
Nosotros, habríamos  pasado de prisa  cerca de esa tormenta. Nos habrían   disgustado    los  gritos,  y la violencia.  Habríamos juzgado  apresurado,  aunque valiente a Pedro cuando esgrimiendo daga  tratara de salvar a quien no necesitaba de ningún protector.
Impulsos sin razonamiento todavía.   Nos sentiríamos avergonzados cuando el gallo marcara las tres veces en que Simón negara a su maestro.
Tal vez muy sorprendidos de que aquel tesorero serio y cuidadoso  sería el terrible traidor que anunciaban las profecías.
¿Y nosotros en qué grupo nos incluiríamos según nuestras actitudes? No somos ciertamente calmados, a veces acunamos rencores, explotamos en iras desmedidas,  huimos ante la menor amenaza,  negamos y mentimos.
Nos enojamos con nuestros hermanos o nuestro prójimo porque estamos desconformes con nosotros mismos. Es que no logramos perdonar actos que Dios ya no recuerda. Nacimos de nuevo, es cierto. Pero cuán lejanos todavía de reflejar lejanamente el accionar de Cristo.
Estamos en el Mundo. Nuestros amigos, y las personas más cercanas  tal vez no piensan como nosotros. Y sabemos que nuestra palabra debe ser muy gentil, muy oportuna, muy serena para no herirlos. Al fin esta enseñanza debimos darla antes para que bebieran en ella. Pero entonces aún estábamos parcialmente ciegos y no habíamos nacido de nuevo. Ahora la única arma es la oración. Debe ser intercesora, ferviente, continua. Solamente quien atesora todo el  poder,  puede oírnos,  sanar nuestras  heridas y cumplir el anhelo más grande de nuestra vida, el que ellos nos acompañen en la aurora de luz y amor que  anunciará el regreso del Mesías

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