Los castillos medioevales me atrajeron aun desde la distancia. Algún embrujo han ejercido también en la imaginación de poetas y escritores muy conocidos Quizás la oscuridad, lo austero, lo inasible de aquel y de otros tiempos es lo que más conmueve. Yo visité algunos hace mucho. La ausencia de jardines, el silencio, me dejó una sensación de desasosiego. Me resultó difícil imaginar dentro de ellos el menudo paso de una dama, el roce de las telas sonoras y la risa o el llanto de algún niño. Imposible pensar en el trino de aves ya que no podría considerar canoro ni melodioso lo que pudiera emitir un azor, única ave representada en cualquier escudo. Es cierto que tampoco encontré al caballero, pero él estaba implícito en los tallados de los muebles que reproducían yelmos, en las armaduras, en las lanzas, en las espadas y hasta en aquella austeridad del lecho, en los blasones que colgaban de las paredes.
Desnudos de la suntuosidad de los palacios hablaban sólo del dueño, de feudos y de luchas; era esto lo único que parecía adivinarse en los muros enmohecidos.
El sol parecía tener prohibida la entrada. Y aunque todo fuera oscuro y hostil debió existir ternura, cariños, encuentros, aunque fuera en algún pretendido rincón, junto a un rescoldo o en algún amanecer primaveral .La luna también debió ser cómplice y no podemos olvidar que muchos juglares y poetas le cantaron al amor Dios estuvo allí, disponible como siempre para calmar los dolores de almas acongojadas que lo llamaran en algún momento. Quizás en el almuerzo, en el amanecer, en algunos rezos susurrados casi, en el primer vagido de un bebé, o cuando luego de una larga ausencia el amo volvía sano y victorioso. Pero yo lo imaginé más cercano a las viñas soleadas de aquellos burgos que se habían convertido en ciudades o poblaciones menores. Donde las espigas hablaban de pan, de alegría y de labores cotidianas y productivas.
Encontré huellas de Dante Alighieri en el castillo Gamuzzoni, de la familia Scalaghieri, tal vez parientes suyos. Había datos de su estancia, y yo me he preguntado si en aquellas noches extremadamente largas, tuvo tiempo para anhelar el cielo, para temer a un infierno o para esperar purificarse en un conveniente purgatorio. Pero eso sí, debió tener horas insomnes para imaginar castigos creativos y perennes donde poner a sufrir a sus enemigos.
En otra colina vicentina dos castillos que se enfrentaban ofrecían la historia de los enamorados más célebres de la literatura, Romeo y Julieta.
Aunque Sakespeare sitúa a las familias de éstos en la vecina y señoril Verona, algunos folletos ilustrativos y mucha promoción, dicen que aquel romance novelesco nació en esos castillos, residencias de campo de las familias en conflicto, aunque el resto de la leyenda se habría desencadenado en la ciudad. Nada de eso es importante cuando la región no escatima recursos para atraer a turistas curiosos u ocasionales.
Pero los castillos están. Y a pesar de un balcón de leño, seguramente adecuado para la escena, el amor no estaba presente en la frialdad de las piedras que permanecían. En cambio seguían destacándose armas, petos y espaldares, camastros, y hasta rastros de luchas mucho más recientes, cuando en la segunda guerra mundial, algunos contendientes lo habían ocupado.
Instrumentos terribles de tortura estaban desde el medioevo. Quiero pensar que nunca fueron utilizados, pues me parecieron fauces feroces esperando presas.
Dios no estaba presente en la palabra, ni en inscripciones. Tal vez estaba reservado para las celdas monacales, o donde el gótico pretendía alcanzar el cielo con las agujas de su arquitectura más que por la dulzura de los sentimientos.
En el nombre de Dios se llevaban a cabo guerras muy cruentas, mientras, escondidos en cuevas, muchos creyentes justos y humildes sobrevivieron, preservando las escrituras, cuidándolas con celo para transmitirlas incluso, a pesar de las continuas persecuciones. Su castillo, era la palabra del Señor, y esa roca no se abatía fácilmente. Llevaba un mensaje de gracia y perdón
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