Eran siete hermanos. Llegaron tal vez por los años sesenta desde campos vecinos buscando la cercanía del pueblo. Compraron parcelas, unos junto a otros. La mayor ya era viuda, pero vivía sola, una pues, la casa que la alojaría. Un hijo casado le regaló nietos que a veces venían.
Tres hermanas eran casadas y cada pareja hizo allí su nido. Unos se orientaron hacia el pueblo y otros hacia el cerro.
Los restantes hermanos arrastraban larga soltería, una mujer entre dos varones. Para ellos el solar más distante.
Y comenzó allí su vida de retraimiento. Soledades de a dos, de a tres, de a uno.
Vivían tan cerca como para que la familia no rompiera su unidad de tronco común, pero tan separados como para que las soledades no se mezclaran. Cada uno en su casa con sus plantas, sus aves. El pollo atado de una pata, algún perro, un gato, quizás alguna vaca.
Jardines pequeños con flores agrestes y entrelazadas casi, como se acostumbraba en las casas de campo, dejando lugar para una quinta mínima y suficiente para el consumo de cada hogar.
Sorprendía el porqué de sus destinos sin hijos que rompieran la monotonía de las horas Eran personas rectas, serias, amables si uno las saludaba, pero rara vez salían de su recinto.
Quizás alguna vecina cercana llegó hasta sus puertas y compartió algo más que los Buenos Días.
Yo, a pesar de la vecindad, interrumpida apenas por una cañada, sólo rescaté ese silencioso aislamiento que los caracterizaba.
Pienso, que tal vez se casaron mayores, que los galanes llegaron demasiado tarde.
Estuvieron allí largos años, desde aquellos que yo viví de esposa y madre joven, hasta los de mi madurez avanzada. Y así se fueron yendo, de a uno. La mayor ya había perdido hacía mucho tiempo a su hijo, pero había ganado la permanente compañía de un nieto delgado y rubio que estuvo con ella hasta el fin
Ella se fue un día, y el nieto ya joven quedó con la casa .Allí formó familia y hubo niños que lloraron y rieron demostrando la vida. Pero esa sería una etapa posterior. Ahora estoy recordando el tiempo de los silencios y de las partidas.
Se fueron marchando de a poco, había escrito. La viuda, un esposo, una hermana, otra hermana y otro esposo. Y las casas lloraron el calor que se iba con cada uno, dejándolas cada vez más calladas, cada día más desiertas.
Los tres solteros vivieron más; uno, justamente el más dicharachero y visitador traspuso con hidalguía los noventa años.
Y las casas están, personas extrañas se mueven en sus salas, sombras casi, como si no quisieran mostrar demasiado su presencia rara y poco explicable. Contribuyen solamente a que aquellas viviendas prolonguen su utilidad antes de su destino de taperas.
Hasta las risas de los niños que logró el único nieto se apagaron cuando él se fue, un vacío que nada tenía que ver con la muerte, sino con la iniciación de nuevos rumbos.
Yo hubiera deseado rescatar historias, vivencias, anécdotas, saber de aquel apellido común que aparentemente no los vinculaba demasiado. Estaban al lado pero lejos, aumentando una soledad inmensa cuyo origen no pude descubrir.
No supe de sus creencias, de su religión, de sus oraciones. Tal vez musitaran el Santa Bárbara en las tormentas, al mismo tiempo que cubrían sus espejos esas noches, o envainaban sus cuchillos, conservando esas supersticiones tan comunes en nuestros campos, o fervorosos doblaban sus rodillas antes de acostarse para agradecer o rogar a Dios. Acaso…
Yo apenas puedo afirmar que eran siete hermanos que llegaron y se fueron sin dejar más testimonio de su presencia, que el tiempo de su estadía. Todavía recuerdo sus nombres, aunque no los haya mencionado. Quizás fueron felices a su manera. ¡Quién soy yo para opinar!
Pero cuando pienso en ellos me abruma el peso de diez soledades.
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