Desde niño o adolescente el campo ejerció una especial atracción en su espíritu. Amaba las suaves colinas y los intrincados montes nativos. Caballos solidarios lo arrastraron por las lomas.
Su innata seducción, lo distinguía vestido de elegante atuendo en las reuniones montevideanas, o con el flameante poncho en sus correrías a campo abierto. En cualquier ámbito que se moviese, dada su simpatía y su charla amena atraía profundamente, tanto que donde él estuviera había ruedas que lo escuchaban. Nunca se mostraba altivo por su calidad de descendiente de representativos fundadores. Los criados negros. los mulatos, indios y mestizos gozaron de su aprecio y de su trato igualitario y respetuoso. Esto lo hacía extraordinariamente admirado y querido.
No es extraño, pues que ante el más cercano rescoldo, que tuviera un calorcillo hogareño, pudieran despertarse tempraneras pasiones.
Fueron, según lo han ido recabando estudios constantes, muchas y de variado origen sus mujeres.
Algunas pudieron haber sido apenas la pasión de una noche, de una tarde veraniega junto a un río, o de una ocasional y transgresora salida junto a los muros de Montevideo.
Lo curioso es que de todas o casi todas ellas, brotaran semillas.
Así, si varios fueron sus amores, no menor fue el número de sus hijos. Hijos que amó y reconoció a medida que iban apareciendo.
Muchos hablan de la simultaneidad de algunas relaciones. Sin embargo, la crónica parece poner una pausa significativa entre cada uno de esos brotes de orígenes diferentes. Sabemos hoy, que algunas uniones fueron muy estables, y tal vez legales. El hombre de campo, policía o blandengue, necesitaba un apoyo en las solitarias jornadas. Alguien que entibiara su lecho frío y alimentara su cuerpo cansado.
Sin embargo, ¿esas pasiones, esas compañeras, además del valor de que hicieron gala compartían su intelectualidad? Seguramente eso era muy improbable ya que él había nacido con una luz en la frente. Tenía sueños muy excelsos, aspiraciones muy marcadas en busca de una patria grande generosa, sin excluidos ni opresores.
Alguna india quizás compartiera su sueño de campos libres e ilimitados, otras mujeres tal vez se preocuparon solamente por dar al hombre todo lo que necesitaba como tal. No es posible pensar que todas fueran amplias interlocutoras de aquel desmesurado caudal de aspiraciones. Hubo quien lo acompañó en el Éxodo, como lo hicieron muchas familias patricias que no vacilaron en dejar la ciudad amurallada para lanzarse a aquel campo desnudo donde no había a veces más abrigo que el del afecto esmerado y solidario, que él les brindaba.
Lo cierto es que arribado casi a la madurez, con la salud resentida, vuelve a su solar natal.
¿Nostalgias de otros tiempos más despreocupados? ¿Alguna pena por la precaria situación económica de su tía viuda y de su frágil hija? ¿O había llegado al fin a desear establecerse junto a personas que compartían sus costumbres primeras, sus orígenes nunca olvidados? Una esposa verdadera, elegida ante Dios y los hombres
Es posible que el amor ya vivido varias veces, no haya sido el motivo de aquella boda con su prima Rafaela Rosalía Villagrán. Pero una ternura nueva y desconocida hasta entonces, lo había impulsado a concretarla. Tuvo que vencer incluso escollos para que la iglesia le permitiese la unión. Seguramente ansiaba una paz especial. La novia fascinada por el apuesto blandengue no podía aspirar más para su futuro.
Algunos angustiosos golpes, como las Invasiones Inglesas, la pérdida de dos pequeñas hijas, luego del afortunado nacimiento del primogénito José María, hicieron naufragar la razón muy sensible de Rafaela hasta arrastrarla paulatinamente a una definitiva locura. Fue corta pues la relación que el prócer anhelaba. Y ésta, la única y legítima unión que ambos se habían jurado, fue apenas una pausa. La compañera elegida, no pudo compartir sus anhelos, y el esposo desposeído de ella como ser pensante y racional, se alejó nuevamente de Montevideo. No la abandonó nunca totalmente, veló por su bienestar económico y el de su hijo, y encargando a su tía y suegra que cuidara de ella y le comunicara la mínima necesidad, se refugió en su cuartel general desde el que emprendería con más arrojo que nunca su causa libertaria.
Otras mujeres paliaron sus dolores, una muy especialmente. Le brindaron más hijos y amores más salvajes y aguerridos. Él correspondió a su manera, con la resignación que surgía de cada golpe; de cada cambio, de cada frustración. A la esposa, como tal, en virtud de ley y sacramentos le tocó el privilegio, si no de compartir un día la tumba, ni los momentos más trascendentes o pesarosos de su vida , de figurar en la historia de ayer y de hoy como la verdadera esposa que fue.
Pero después de varios amores y más descendientes, hubo una única y verdadera mujer en su vida:” la tierra grande, confederada y libre” que nostálgico recordaría desde otro suelo, junto a alguna natural del país que lo asiló. Fue caudillo y patriarca, adalid y sembrador, así como fue autoridad, y jinete y al fin de sus días generoso labrados.
Hoy, sin desmerecer a ninguno de sus descendientes, ya que ellos fueron dignos, valientes y generosos a su ejemplo, comprendemos que no tuvo mejores hijas que sus ideas de igualdad, libertad e independencia. Ideas de avanzada que recogieron sus seguidores, quienes con errores y a veces con menos grandeza, lucharon con coraje para conservar, por lo menos una, de aquellas provincias que él soñara, la preferida, la Banda Oriental
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