El Liceo, nuestro liceo como institución, cumplía 50 años.
Y allí estábamos, en medio de la calle, un importante número de integrantes de las primeras cuatro promociones, o quizás alguna más. Poco después se pondría una plaqueta recordatoria en el edificio donde comenzó a funcionar y al cual nosotros acudimos cuatro años.
Muchos de los presentes habíamos continuado siendo amigos, con otros nos encontramos alguna vez en tantos años y la mayoría éramos conocidos con los cuales intercambiábamos a menudo un ¿Qué tal? Sin detenernos.
Pero habíamos asistido más, con la ilusión de ver a aquellos a quienes la vida había llevado lejos. Una amiga se acerca con un hombre sonriente, mayor por supuesto como yo, diciendo:- Mira, Marcos preguntaba por ti. Yo intenté una sonrisa. Era un perfecto desconocido. Pero ante el nombre mi mente rebobinó de prisa, y fingiendo una cordialidad casi efusiva, un abrazo y un beso, tuve la tentación de preguntarle a la vida, al destino, qué derecho tenían de poner frente a mí, a aquel señor, que gentil y agradable, pretendía reemplazar al adolescente lindo de traje azul, que compartía nuestra aula y que estaba en mi memoria.
Tuve inclusive la tentación de increparlo a él diciéndole cómo se permitía cambiar
de esa manera
Deseos de gritarle que tenía mucho gusto de conocerlo, tan amable y educado, pero jamás sería el casi niño de mis primeros años de Secundaria.
¿Alguno se ha preguntado cuánto puede cambiar un niño de doce años, imberbe y de pantalón a la rodilla, luego de cincuenta años?
A mí, era fácil identificarme por mi estatura, aunque el rostro estuviera surcado por múltiples arrugas.
Otros viejos compañeros me saludaron; a pocos reconocí
Y pensé si en realidad era grato ese intercambio de saludos entre extraños que fingían alegría por mostrar los estragos, o en raras ocasiones, la leve mejoría que a los niños feos les concede la edad madura.
Casi con prisa me retiré de la reunión apenas descubierta la placa, para no mostrar tras mi saludo amistoso, el rencor con que mi alma acusaba al tiempo del profundo desengaño.
Más tarde ya sola y algo tranquila recordé lo atentos que habían sido aquellos señores que encontré, algunos de los cuales serían tal vez, por un leve parecido, los abuelos de los niños que estuvieron conmigo en el recién fundado Liceo de Pan de Azúcar.
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